El bolero siempre fue la excusa para iniciar esas largas diatribas que emplean los desesperados que no están convencidos de su causa. Pensaba en Hitler, un maldito loco totalmente personificado en la majestad divina que iba desde la forma de su frente hasta los solidificados residuos de comida que se escondían en su bigote. Porqué no fui Hitler, pensaba agitando la brocha frente aquella pared desnuda en medio de ventanales, si hubiese sido él estaría convencido de cada vaina que se me ocurriera y así estuviera pensando la mayor pendejada de la historia la convertiría en algo tan importante como el descubrimiento de un continente de materia fecal habitado por delfines.

Oyó el motor próximo del escarabajo y hundió la brocha en el tarro de pintura hueso que le producía alergia, lanzó una estocada horizontal sabiendo que de aquí en adelante pasaría muchas horas de aburrimiento en las que desearía haber comenzado de manera vertical y en las que recordaría a Hitler sentado en su caballito de madera y decidiendo si acabaría primero con los negros o con los judíos. Pensó también en Tom Sawyer pintando la cerca, trató de recordar cuál había sido exactamente su actitud para convencer a los hamponcitos que terminaron felizmente haciendo su trabajo.

Se abrieron las puertas de cristal y las olas se oyeron más fuerte, la sal dibujó un camino en su lengua y varias negras y un mesero blanco entraron cargando neveras y cestas de frutas. La fiesta iba a comenzar un día antes de lo planeado, los asientos de playa fueron arrastrados desde las habitaciones hasta el muelle de caoba y se encendió el generador eléctrico. Nuevos ruidos poblaron la casa y el chasquido de la pintura o las esporádicas gotas que volaban luego de cada brochazo dejaron de ser universos a los que estudiar para convertirse en simples gotas y brochazos de un nativo de las islas pintando una pared en la casa de Pofinio Rioalto, honorable magnate de la industria militar y deportista frustrado de duatlón.

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